Nuestro plan de viaje en Sri Lanka preveía llegar a Colombo, bajar al sur, a Galle, para conocer el imponente fuerte y la ciudad construida por los portugueses, así como las excelentes playas de la zona. Luego, seguir por el sur costero de la isla (más playas tropicales) e iniciar la ascensión a las tierras altas (Ella y Nuwara Eliya), el triángulo cultural, regate hasta Trincomalee (zona tamil) y Negombo para regresar a casa.
Cumpliendo el programa, tras un día en Colombo salimos para Galle con el tuktukero que nos había abducido el día anterior, un viaje que depararía varias sorpresas. La primera, que se presentó con la van (bastante demodé, por no decir cutrosa del todo) y otra persona que presentó como su hermano. Nos resultó raro, pero tanto nos daba si el precio era el mismo. Ofreció sin sobrecosto hacer varias paradas turísticas, lo que aceptamos. La primera fue un jardín con plantas y árboles para preparar medicinas ayurvédicas. Es algo con mucha tradición, como comprobaríamos en el transcurso del viaje. Con mezclas de aloe vera, sándalo, cacao, miel, hierba luisa y una larga lista fabrican remedios para el insomnio, problemas de piel, diabetes, tos y un sinfín de dolencias.
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Visitando el jardín ayurvédico en nuestro desplazamiento de Colombo a Galle |
Recorrimos el jardín, bien cuidado, y luego pasamos al aula, donde nos dieron algunas explicaciones, y por fin a la tienda, la clave de todo. Valoramos comprar un remedio para la ronquera ya que al ser productos naturales no había riesgo, funcionara o no, pero su precio, 30 euros, nos disuadió. Así que nos conformamos con un espray para los mosquitos que sumar a las toallitas y espray de farmacia que traíamos de casa, por poco más de 7 euros. Con tanto mosquito en Sri Lanka pensamos que no nos vendría mal, y tras una propina de 500 rupias por el recorrido y explicaciones, sugerida por el conductor, seguimos ruta. Hasta aquí, bien.
La siguiente oferta fue visitar un centro de recuperación y cuidado de tortugas, que aceptamos encantados. Lo habíamos visto en la guía y figuraba en nuestro planes. Además, en el reciente viaje a Chipre habíamos estado en dos playas donde las tortugas crían sus huevos, el tema nos atraía.
Para no alargarlo más, diremos que lo único interesante de esta parada fue la entrada al recinto, que prometía.
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La entrada al recinto era llamativa, el resto una burla para estafar a los turistas
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Dentro, simplificando, no había nada, pero previamente cada uno habíamos pagado 2.000 rupias (seis euros), muchísimo para Sri Lanka. Un chico de 13 años cobraba el canon espatarrado en una silla y nos acompañó a ver un arenal con unas marcas donde dijo que había enterrados huevos de tortuga para incubar y tres pilones de mal aspecto con unos pocos ejemplares.
Ofreció difusas explicaciones de su actividad y llegamos a la conclusión de que se trataba de una tomadura de pelo, sin más. Aquí se rompió nuestro flechazo con el chófer y rechazamos tajantemente una tercera parada para un supuesto safari en barco. Le pedimos que nos llevara directamente al hotel sin más "paraditas". No fue sencillo ya que estaba fuera de Galle, a seis kilómetros, y costó encontrarlo. En el trayecto descubrimos que el centro de recuperación de tortugas de la guía no era el que habíamos visitado. Nos quedamos con las ganas.
Ya en el hotel empezó un regateo partiendo del acuerdo de 80 dólares por el traslado. Pretendía cobrar 100, argüía que había hecho unos kilómetros de más y cosas así, pero el timo de las tortugas estaba muy presente. Finalmente cobró 90 dólares y no conforme reclamó una propina para el hermano, que no le dimos. Este tipo de negociaciones serían frecuentes en el viaje.
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Tortugas del centro "fake" |
La llegada a Fort Edge Retreat nos devolvió la sonrisa. Es un hotel muy agradable con varios recintos situados alrededor de una piscina y un comedor abierto por el frente. Cuatro noches con desayuno nos costaron 463 euros. El encargado resultó una persona agradable y amable, dispuesto a echar una mano. En el debe del hotel, una wifi regulera en las habitaciones, que obligaba a conectarse junto a la piscina. Nos pasaría muchas veces. Estaba un poco retirado de la playa, pero lo quisimos así para evitar el follón de turistas en la zona playera y estar más tranquilos. 
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Habitación del Fort Edge Retreat |
La piscina cumplía un papel decorativo, pero en esta larga estancia, la mayor del viaje, le dimos uso diario. Fue un aliciente a la vuelta de nuestras excursiones y una forma de luchar contra el bochorno. Aquí sentimos más calor que en Colombo. De hecho, un rato después, durante la cena, cayó un tremendo aguacero tropical.
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Piscina y comedor del Fort Edge Retreat |
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Jugando como niños a la pelota en la piscina del hotel |
El día siguiente lo dedicamos a conocer las playas. Era domingo y valoramos que Galle luciría más durante una jornada laborable.
Un tuk tuk en dos viajes (1.200 rupias cada uno, pocvo más de 7 euros en total) nos acercó a Jungle Beach, bueno a un camino estrecho y empinado que lleva al arenal, de un kilómetro más o menos. La playa, bonita, estaba muy concurrida, y lo que hicimos fue ir caminando unos pocos kilómetros a la más conocida, Unawatuna.
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Jungle Beach, atractiva pero con poca arena y mucha gente |
Encontramos una ruta a pie, bordeando la costa primero y luego por el interior, no muy fácil, sobre todo por el intenso calor. De camino pasamos por numerosos hotelitos y algún resort. Ya en Unawatuna, lo primero fue recalar en un chiringuito para turistas, refrigerado, y tomarnos unos lassis que nos levantaron el ánimo y cuyo coste nos jugamos al chinchimonis, para variar.
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Chiringuito en Unawatuna |
Enseguida nos dirigimos a este impresionante arenal.
Con las palmeras y otros árboles cerca del agua y una arena limpia, ofrecía una imagen deslumbrante.
Allí nos dimos un buen baño tras reservar dos tumbonas para dejar nuestros enseres a la sombra, incluidos nosotros cuando no estábamos en el agua.
Después recorrimos la única calle de Unawatuna, de estilo esrilanqués: no muy ancha y con curvas en paralelo a la playa, cercana pero que las construcciones no dejan ver, casi sin aceras, con coches y motos por todos lados, y repleta de tiendas y restaurantes.
Nos costó encontrar un sitio cómodo para comer, pero lo conseguimos. Coconut Style, en una terraza en la tercera planta, un comedor abierto pero techado, relativamente fresco. La comida estuvo bien y regresamos después a nuestro hotel.
Allí concluimos la tarde en vigilia junto a la piscina para disponer de wifi en condiciones.
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Imagen del faro de Galle, en el interior del fuerte, y a su lado la mezquita de Meeran Jumma |
El segundo día nos dirigimos a Galle, una ciudad y el fuerte que la acoge declarados Patrimonio de la Humanidad en 1988. Los tuk tuk que llamaron desde el hotel nos dejaron en la entrada de la ciudad antigua.
El fuerte fue construido por los portugueses a finales del siglo XVI, sesenta años antes de que la ciudad cayera en manos holandesas. Una décadas después Sri Lanka (entonces Ceilán) se convirtió en colonia británica, situación que solo cambió con su independencia. Está considerada la principal ciudad fortificada del sudeste de Asia.
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Entrada al Museo de arqueología marítima |
Empezamos nuestro recorrido por la Church street y seguimos por la Queen´s, las dos arterias principales de la Old Town.
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Aglomeración de gente en los juzgados |
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Junto a los juzgados se encontraba este inmenso e inabarcable árbol |
Desde aquí subimos a la muralla para recorrerla en su integridad. Desde el primer momento creímos reconocer su estilo portugués, algo que no tiene mucho mérito para personas que vivimos a unos kilómetros de este país.
Las murallas y los bastiones que la refuerzan están diseñados para controlar con sus cañones la bahía.
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Las murallas, de un metro de ancho, cubren tres kilómetros de perímetro |
La obra original fue mejorada por los holandeses y después por los británicos, pero en esta última etapa la ciudad perdió importancia en paralelo al despegue de Colombo. Su finalidad militar estaba claramente expuesta y nos recordó a la ciudad fronteriza de Valença, cerca de Vigo. En total, un perímetro de tres kilómetros y muros de un metro de grosor. De hecho, el tsunami del 2004 les causó muy escasos daños.
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Faro de Galle, de 1938 |
El actual diseño de las murallas permite recorrerlas con comodidad.
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Paradita en nuestro recorrido: los paraguas permitían defenderse del sol inclemente |
En uno de los bastiones se encuentra la torre del reloj, de 1882, levantada donde antes había un campanario holandés.
Las murallas y el conjunto de la ciudad componen un conjunto armónico y bien conservado, lo que atrae mucho turismo: es una ciudad distinta y única en Sri Lanka.

Las calles de la ciudad antigua están repletas de tiendas, hoteles y restaurantes.
De hecho, ese día elegimos comer aquí y encontramos un lugar muy adecuado. Lo que en tiempos fue un club de caballeros británico reconvertido en la actualidad en el hotel restaurante Fort Bazaar.
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Almorzando, y muy bien, en el Fort Bazaar
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Hicimos un intento de utilizar el comedor interior, pero la temperatura de un potente aire acondicionado nos expulsó literalmente a la terraza exterior.
Antes de abandonar la ciudad antigua recorrimos con detalle el Museo de Arqueología Marina, que resultó interesante. Este recinto, ubicado en un antiguo almacén holandés, y su colección sí resultaron muy dañados por el tsunami del 2004. Incluye materiales recogidos en pecios de naufragios y barcos tradicionales utilizados por los cingaleses siglos atrás.
Por el camino encontramos un lugar donde parejas de novios se hacían fotografías, con un diseño de trajes algo diferentes a los nuestros.
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Templo hindú en la zona nueva de Galle, llamativo pero menos colorista que otros |
Antes de concluir la jornada recorrimos un parque público de la zona nueva Galle, donde nos sorprendió comprobar que se paga por entrar. Cuando en Nuwara Eliya se repitió la situación ya no nos pilló de nuevas. No recordamos haberlo visto en ningún lugar, y de nuevo los precios para locales y forasteros son bien diferentes, mucho más caro para nosotros.
Al día siguiente, tercer y último día en Galle, no teníamos muy claro por donde dirigir nuestros pasos y elegimos visitar Koggala. Como única actividad prefijada, conocer la casa museo de Martin Wickramasinghe, un escritor y periodista fallecido en 1976, del que no teníamos ni idea y cuya abundante obra no está traducida al castellano. Resultó una visita muy interesante.
El museo ocupa la casa en la que vivió, y allí se muestran sus habitaciones privadas, los libros que escribió (dominaba el inglés, pero eligió publicar en cingalés) y fotografías de su vida y sus viajes a numerosos países en los que se reunió con conocidos líderes políticos del siglo XX.
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Reconstrucción de una cocina tradicional en el museo |
Nos llamó especialmente la atención una cocina tradicional de tiempos pasados, que permite imaginar como se vivía y guisaba en los pueblos. Lograda.
El conjunto incluye un museo del folclore y numerosas máscaras y otras obras de arte, y un recinto etnográfico con una llamativa colección de carros y modos tradicionales de transporte.
Tras una fotografía de recuerdo en el jardín del museo, al que uno de nuestros taxis (mucho más cómodo que los tuk tuk) tuvo problemas para llegar pues no lo conocía, salimos sin tener claro en que íbamos a ocupar el resto del día, amén de un posible baño en la playa. El precio del transporte, más la propina, fue de 9 euros cada uno por un trayecto de 11 kilómetros. Lo pedimos a través de la aplicación Pick Me, una especie de Uber esrilanqués que la verdad es que nos hizo un buen servicio durante el viaje, para contratar trayectos (en taxi, van o tuk tuk) o simplemente como referencia de precios cuando negociábamos algún traslado.  |
Autobuses de estilo barroco muy habituales en las carreteras |
Realmente, no tuvimos que devanarnos la cabeza buscando una actividad. En la puerta del museo nos captó un paisano tentándonos con un tour en barco por el cercano lago Koggala. Pactamos el precio y nos dirigimos al lugar, un poco distante, transitando para ello por la vía del ferrocarril, guiados por un chavalito de unos 12 años.
Andar sobre las traviesas no fue muy cómodo, pero había que hacerlo. Sabíamos que la vía férrea está en uso, y poco después lo comprobamos.
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La humareda que emite la máquina evidencia la modernidad de este transporte |
Por el aspecto del muelle donde embarcamos y la falta de distintivos en la embarcación supusimos que era una actividad pirata, pero resultó interesante.
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El barquito disponía de un toldo para navegar sin el martirio del sol |
El recorrido resultó muy agradable y encontramos varios pescadores. El lago es un inmenso manglar a poca distancia del mar, con el que está conectado.
En su interior hay siete islas de muy diferentes tamaños. En dos de ellas haríamos sendos altos: para ver un cultivo de canela y un recinto budista.
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Plantas colocadas para reforzar la vegetación del manglar |
Algunas zonas de este manglar-lago estaban llenas de unas macetas destinadas a reforzar la vegetación y evitar que la masa boscosa disminuya. Desconocíamos el sistema, que nos llamó la atención. Desde lejos se distinguían las zonas que habían sido replantadas años atrás, con árboles visiblemente más jóvenes que el resto.
En la primera isla nos mostraron el árbol de la canela y como se arranca y trabaja la corteza para producir la especie.
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El experto canelero tras su exposición sobre el cultivo de la canela |
Vimos una demostración a cargo del experto de la fotografía y después compramos algunas bolsas que nos trajimos a casa.
La segunda parada tuvo menos interés. El templo-centro de meditación budista estaba atendido por un par de niños de unos doce años muy entrenados. Nos cobraron por entrar y nos enseñaron un templo normalito tras un paseo por el islote.
Dentro del templo te ofrecían unos cordelitos blancos para atarlos en la muñeca estilo pulsera, que una vez repartidos incluían un nuevo pago. De regreso también nos pidieron más dinero, pero el cupo estaba ya cubierto y pasamos.
En el paseo por el lago vimos enormes varanos, reptiles que pueden alcanzar un par de metros. Nos hartaríamos de verlos en distintos lugares, a veces cruzando una carretera y normalmente en el agua o muy cerca.
Finalizado el recorrido, nuestro organizador aguardaba en el muelle con nuevas propuestas: un restaurante que garantizaba, un pescador sobre palos (actividad ya desaparecida que recrean para los turistas) que era su padre, pero las desechamos.
En su lugar nos acercamos caminando a la playa, a no mucha distancia, pero el fuerte oleaje hizo que el baño fuera rapidito pero placentero.
Tampoco resultó sencillo encontrar un lugar donde comer. Fuimos caminando por la carretera (estos paseos ponían nerviosos a los tuktukeros, que paran uno tras otro a ofrecerse) y localizamos el restaurante Surf and Turf, donde comimos bien. Tomamos casi todos pasta con pescado y gambas, humus de entrante, pan de pita y cervezas por 9,3 euros por persona. No pidieron propina pese a que ya teníamos asumido que siempre incluyen el 10 % en la factura. Aquí directamente no lo quisieron. En el debe, un baño horroroso.  |
El camarero que nos atendió en el hotel fue un verdadero encanto |
Volver después al hotel costó lo suyo. No llegaron los coches contratados en la app y uno de los tuk tuk a los que finalmente recurrimos se perdió, lo que le sirvió de escusa para pedir más dinero. Ya en el Fort Edge Retreat, aprovechamos para despedirnos del hotel y del encantador camarero que fue nuestra sombra en los ratos que allí pasamos. Aparte de su amabilidad y de la del resto del personal, que recompensamos, exhibía una sonrisa que enamoraba. También planeamos el viaje del día siguiente a Mirissa, en el otro extremo del sur de la isla para finalizar la zona playera.
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